Antonino Pellitero: ENTRE LIBROS Y RECUERDOS


El 26 de agosto de 1993 se apagó la vida de Antonino Pellitero. Un día después, en la página 14 de Nueva Era, Julio Varela (para muchos la pluma más inspirada del periodismo local) escribió “Entre Libros y Recuerdos”, una evocación de la figura del célebre librero del Salón Parroquial. La nota, que por entonces tuvo una notable repercusión, formará parte de un libro sobre el que Varela trabaja por estos días -esta vez no será un texto teatral- y que incluirá sus mejores aportes a la crónica tandilense desde el vespertino local. Este es un adelanto del próximo libro de Varela.
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Si algo no le confesé a Antonino esa tarde era que, por curiosidad nomás, me había hecho la rata.
Que un hombre de su edad –sesenta largos por entonces- me dispensara confianza y una ternura que, sin ser la del abuelo, conmovía ya era demasiado para un joven de quince años, de pelo largo, jean gastado en los albores de una década, la del 70, donde atreverse a ser joven era casi un pecado.

-Ando buscando algo de David Thoreau o Dylan Thomas- dije buscando impresionar para que, prejuicios mediante, no viera en mi lo que podía trasuntar.

“La pinta es lo de menos” pareció decir Antonino en silencio. Al menos presentí algo así.
-“Dylan Thomas…algo creo que hay- dijo revelando saberlo casi todo. Era la literatura que se imponía en los ’60, la que hablaba de los paraísos terrenales, de la naturaleza como refugio, del poema como salvavidas. Antonino no escuchaba por entonces a Los Gatos, ni conocía a Lito Nebbia cuando nos decía que se iba a naufragar en una balsa y que estaba solo y triste acá en este mundo abandonado. Pero había algo en él, quizá esa mirada que poco a poco se iba apagando, que le transmitía a uno esa sensación de entender al otro a pesar de los años. Los libros eran un buen puente para eso y él lo supo usar muy bien.

Se entusiasmaba con los pedidos de los lectores. Cuando más raros, mejor. Entrando por Independencia a esa sala con historia, olor a humedad, un piso que crujía y un frío que mataba, uno divisaba a Antonino en un rincón, al fondo. Sobre su sien caía una lámpara de no más 40w, amarilla, tenue, que lo cobijaba como a aquella mujer desamparada de los “300 Millones” de Roberto Artl.

-¿Qué dice muchacho?- eran sus palabras de bienvenida. El itinerario de aquella librería de viejo lo memoricé ese primer día. A la izquierda, contra la pared, algunas revistas poco relevantes, unos libritos de bolsillo sobre truco, bochas, juegos de naipes. Enfrente, ya en los estantes, literatura pesada. Todo lo que sea política nacional e internacional. Antonino aconsejaba y de cada libro tenía un relato. Recuerdo La Historia de los Partidos Políticos, de Puigross, comprada allí, a un precio que daba vergüenza. Esa era otra característica. Imaginemos hoy el libro “El Jefe”, uno de los best sellers, a un valor de 1 peso y no 22 como debe valer. Así de increíble eran los precios, con la diferencia que él no vendía novedades sino verdaderas reliquias. Peor todavía. Más barato. Provocaba inhibición comprarle un libro a ese precio.
-Mire, Antonino, acá dice un peso pero debe estar equivocado.
-No, está bien.
-Pero escucheme…
-Es lo que está marcado.
-Bueno, igual le doy dos pesos, no puede ser tan barato…
-¿Qué dice ahí?. Un peso. Usted me paga un peso.
Y me ponía colorado de estar comprando, por ejemplo, un librazo documentado como operaba la CIA en Estados Unidos o esos ensayos de cine y de teatro (esa historia de Sadoul, el primer “Hamlet” que cruzó por mis manos, aquella vida de Chaplin) por solo monedas. Uno de más y Antonino se ofendía.
Sigamos el recorrido. Del otro lado del anaquel, los latinoamericanos de un lado y los ensayos más a la izquierda. Galvez, Sarmiento, Vida y obras. Crónicas apasionantes. Enfrente, mesa por medio donde estaban las Esquiú y Todo es Historia, entre otras, estaban los estantes de filosofía: de Descartes a Kant. De Aristóteles a Buber. Bajando la mirada aparecía el ensayo y la ficción argentina. José Ingenieros. Marechal. Borges, por supuesto. Pero lo que seducía era lo raro. Lo inconseguible. Por ahí había que ensuciarse un poco las manos, pero lo extraño aparecía.
-¡Antonino! –explotaba uno- mire lo que encontré acá!!!
Y Antonino se acercaba. Miraba. Y también exclamaba.
-Uuuuh…¿vio? Una reliquia –comentaba con legítimo orgullo.
Le explico: hablo de los libros y de su ubicación porque es una manera de describir a Pellitero. Ese era su mundo. Todo lo que estaba a su alrededor podía ser bello, malsano, espléndido u horroroso pero la vida estaba aquí, en esas paredes de un ocre triste que pedían pintura y esos techos altos, ese cielo en definitiva.
A la segunda o tercera visita, me dijo:
-¿Me cuida un rato el local? –Porque se cuidaba de no tutear. Es más: hasta de “don” me trataba simpática y cariñosamente.
-¿Qué le cuide la librería?
-Si, ya vengo.
Y Antonino salía por la puerta que daba al Estrada enfundado en un sobretodo largo.
Esa confianza que le dispensaba al desconocido provocaba algo de incomodidad. Era como si de pronto la librería se convertía en una cristalería obligando a no dar pasos en falso para no romper nada.
Se brindaba de tal manera, traslucía desde su hermetismo, de forma tan particular los afectos, que lo hacían único. Imposible fallarle.
Los domingos a la mañana, siempre con su gran amigo Isaza leyendo La Nación, se ponía a esperar el sol que, con migajas, entraba por la puerta. Todo momento era bueno para hablar con Antonino.
El ingreso en el Diario me llevó a verlo “en funciones”. Pensando en sorprenderlo, le dije
-Estoy en NUEVA ERA –
Se puso contento y a partir de ahí el diálogo casi siempre tuvo que ver con el periodismo. No ahorraba elogios ni críticas. Siempre con mesura. Especialmente, con sabiduría.
Cuando le pedí el primer reportaje, se negó.
-No, no me gusta. Compréndame.
-Pero usted tiene tantas cosas para contar…
-Sí, pero no interesan…
-¿Cómo que no interesan?

Y allí se desgranaba esa charla sin final, entre el ruego ansioso y la negativa serena. Realmente, no le gustaban las entrevistas. Si amaba esos aportes sin fotos ni pomposidades. Sus crónicas del pasado tandilenses tenían el vigor de la certeza, la calidez de la nostalgia.
El día que se tuvo que ir de Centenario vi a un hombre destruido. Los libros comenzaban a volar. Puso todo en liquidación.
-Vea: vino uno de Buenos Aires, sacó unas cajas del auto y se empezó a meter libros. Esta enloquecido. Claro, tan baratos, tantas reliquias…
-Está mal, Antonino, ¿no?
-Qué quiere que le diga. Esta es mi casa…
No lloró en ese momento… bueno, uno nunca sabe. Hay formas y formas de llorar.
En Alem, frente a los Bomberos, siguió recibiendo las visitas de siempre, Isaza, Rosita la vecina. Nadie más. “Era tan hermético, tan para adentro…”. Sin embargo, pese a ese comentario real, se lo notaba comunicativo. La vidriera, apenas abierta, mostraba solo los Esquiú. Ya no había casi libros para la venta. Ya no estaban los saludos de los tordos en otoño. La última vez que lo vi, siempre con su flaca bolsita de red para los mandados fue justo enfrente del Supercop. Hablamos del diario y la tecnología.

-Ahora, la computadora…
Lo corté y de impertinente le dije:
-Antonino: quiero hacer un libro con usted. No, no, ya sé que no le gusta. Pero hagamos una cosa. Yo prendo el grabador y usted habla, nada más.
-No, no me gusta. ¿Para qué?
Mis explicaciones no fueron convincentes. Ese domingo me despedí seguro que llegaría el momento que aceptaría. ¿Cómo un hombre con tanta historia, con tanto archivo en la mente y en las venas, no iba a dejar un testimonio escrito?.
-Lo voy a convencer, don Antonino.
No lo vi más. Se fue con la bolsita, caminando muy encorvado, con su vista perdida y gris. Un tiempo atrás me aseguró que andaba bárbaro y que comía bien. Ese día el panorama ya era otro pero no era cuestión de esperar el final. Había tiempo para un libro con Antonino.
No pudo ser.
Odio escribir en primera persona.
Suele ser una excusa que utilizan los periodistas para hablar de sí mismos y fanfarronear. Pero no encontré otra manera de hablar de ese hombre que una tarde, rata al colegio mediante, vio a un pibe con el pelo largo hasta los hombros, flaco y comelibros, le dio su confianza, su amistad si puede decirse y lo marcó desde ese día y para siempre. Gracias, en serio.

Julio Varela.

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